Por: Biólogo Zombie
El sol se ponía sobre el horizonte,
lento e imparable. Las múltiples capas de espacio y atmósfera entre
la estrella y yo, el solitario vigía, distorsionaban la luz que
venía del astro, frenaban las longitudes de onda más cortas y
briosas, como las azules, pero nada podían hacer contra las
extendidas y lánguidas ondas amarillas y rojas. Es por eso que los
atardeceres son tan bonitos: porque la atmósfera es discriminadora.
El tono brillante del crepúsculo me
deslumbró e hizo parpadear muy rápido. Durante unos segundos veo el
mundo como si fuera una película en “stop motion”, una película
de horror. En la planicie pude contar diez reanimados caminando en
cualquier dirección. Unos cuantos años atrás, esa zona habría
estado llena de criaturas, ahora sus apariciones se iban haciendo
cada vez más esporádicas.
El primer reanimado apareció en las
calles de la ciudad hace más de diez años, nadie supo cómo o de
dónde llegó esa plaga que en muy poco tiempo casi termina con la
especie humana. Primero cerraron la Universidad, luego la delegación
y al final la ciudad. De nada sirvió, la muerte llegó a cada rincón
del globo tan rápido que muchos aún tenían mirada de estupefacción
cuando sus vecinos se los empezaron a comer. Al final sólo los
nerds, los frikis y grupos humanos parecidos lograron sobrevivir.
Logramos ¿Por qué? Porque durante años fuimos los únicos que se
prepararon para el apocalipsis zombie (que, por suerte, se pareció
mucho a lo visto en películas, libros y cómics). Sabíamos dónde
golpear, dónde escondernos. Nadie tuvo que venir a decirnos cómo
conseguir recursos ni refugios. Todo estaba en las películas de
Romero, Argento y Wiene; en los libros de Brooks, Loureiro y Keene.
Casimiro “el tuerto” González, un
francotirador del ejército nos donó su rifle de largo alcance
cuando puso en práctica sus mortales habilidades bélicas en si
mismo al volarse la tapa de los sesos con una 9 milímetros (que
nadie quiere usar después de eso, por cierto). Ahora que el campo
está relativamente despejado podemos pegar unos cuantos tiros sin
atraer demasiados enemigos nuevos. La política del refugio es
mantener los campos aledaños totalmente limpios, así que la
diversión estaba asegurada.
Les asigno números del 1 al 10. El
orden ante todo. Me gusta dispararle a los altos primero. Con el paso
del tiempo hay manías, hábitos extraños, que se van acrecentando
en cada quién (o aparecen), para apaciguar la mente en períodos de
estrés. El mío es ordenar las cosas por tamaño. Incluso las cosas
que mato.
Los primeros dos, a quinientos metros
de distancia, cayeron rápidamente. El resto intuyó, no sé como,
que algo pasaba y se agitaron nerviosamente en sus lugares. Tres y
Cuatro, a ochocientos veinte metros, se desplomaron sin cabeza
después de recibir los tiros respectivos, sus cráneos ya debían
estar muy debilitados por la descomposición. Cinco, Seis y Siete,
los más cercanos visibles, cayeron con profundos y negros agujeros
en sus cabezas. Ocho y Nueve, a casi un kilómetro, costaron un poco
más de trabajo. Con un poquito de viento, las balas se desvían.
Busqué con la mira telescópica
nuevos objetivos pero ya no había. Me ajusté el rifle sobre el
hombro con la correa y di media vuelta para volver al refugio cuando
recordé algo: había visto diez reanimados antes de comenzar a
disparar y sólo había matado a nueve. Volví los ojos al campo para
buscar al que faltaba. Entrecerré los ojos para aguzar mi vista pues
la noche ya ganaba su sitio. No vi nada. Durante unos momentos más
escudriñé el horizonte sin resultados ¿Conté mal desde el
principio?
El ardiente dolor llegó del vientre;
sentí cómo las capas más superficiales de la piel eran arañadas
con dientes y uñas. Cuando al fin me animé a mirar abajo, una
pequeña zombie, la que estaba al final de mi lista, sostenía una
gelatinosa mezcla de visceras y piel al momento que succionaba un
trozo de mi intestino delgado como si fuera spaghetti. El éxtasis
animal reflejado en los pequeños ojos rasgados de la muerta viviente
y los goterones de sangre coagulada escurriendo por su
lacio cabello fueron las últimas cosas que vi antes de desmayarme.
Tan ocupado estaba mirando a lo lejos que no vi a esta pequeña amenaza invisible...
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