viernes, 12 de octubre de 2012

La amenaza invisible



Por: Biólogo Zombie

El sol se ponía sobre el horizonte, lento e imparable. Las múltiples capas de espacio y atmósfera entre la estrella y yo, el solitario vigía, distorsionaban la luz que venía del astro, frenaban las longitudes de onda más cortas y briosas, como las azules, pero nada podían hacer contra las extendidas y lánguidas ondas amarillas y rojas. Es por eso que los atardeceres son tan bonitos: porque la atmósfera es discriminadora. 

El tono brillante del crepúsculo me deslumbró e hizo parpadear muy rápido. Durante unos segundos veo el mundo como si fuera una película en “stop motion”, una película de horror. En la planicie pude contar diez reanimados caminando en cualquier dirección. Unos cuantos años atrás, esa zona habría estado llena de criaturas, ahora sus apariciones se iban haciendo cada vez más esporádicas. 

El primer reanimado apareció en las calles de la ciudad hace más de diez años, nadie supo cómo o de dónde llegó esa plaga que en muy poco tiempo casi termina con la especie humana. Primero cerraron la Universidad, luego la delegación y al final la ciudad. De nada sirvió, la muerte llegó a cada rincón del globo tan rápido que muchos aún tenían mirada de estupefacción cuando sus vecinos se los empezaron a comer. Al final sólo los nerds, los frikis y grupos humanos parecidos lograron sobrevivir. Logramos ¿Por qué? Porque durante años fuimos los únicos que se prepararon para el apocalipsis zombie (que, por suerte, se pareció mucho a lo visto en películas, libros y cómics). Sabíamos dónde golpear, dónde escondernos. Nadie tuvo que venir a decirnos cómo conseguir recursos ni refugios. Todo estaba en las películas de Romero, Argento y Wiene; en los libros de Brooks, Loureiro y Keene.

Casimiro “el tuerto” González, un francotirador del ejército nos donó su rifle de largo alcance cuando puso en práctica sus mortales habilidades bélicas en si mismo al volarse la tapa de los sesos con una 9 milímetros (que nadie quiere usar después de eso, por cierto). Ahora que el campo está relativamente despejado podemos pegar unos cuantos tiros sin atraer demasiados enemigos nuevos. La política del refugio es mantener los campos aledaños totalmente limpios, así que la diversión estaba asegurada.

Les asigno números del 1 al 10. El orden ante todo. Me gusta dispararle a los altos primero. Con el paso del tiempo hay manías, hábitos extraños, que se van acrecentando en cada quién (o aparecen), para apaciguar la mente en períodos de estrés. El mío es ordenar las cosas por tamaño. Incluso las cosas que mato.

Los primeros dos, a quinientos metros de distancia, cayeron rápidamente. El resto intuyó, no sé como, que algo pasaba y se agitaron nerviosamente en sus lugares. Tres y Cuatro, a ochocientos veinte metros, se desplomaron sin cabeza después de recibir los tiros respectivos, sus cráneos ya debían estar muy debilitados por la descomposición. Cinco, Seis y Siete, los más cercanos visibles, cayeron con profundos y negros agujeros en sus cabezas. Ocho y Nueve, a casi un kilómetro, costaron un poco más de trabajo. Con un poquito de viento, las balas se desvían.

Busqué con la mira telescópica nuevos objetivos pero ya no había. Me ajusté el rifle sobre el hombro con la correa y di media vuelta para volver al refugio cuando recordé algo: había visto diez reanimados antes de comenzar a disparar y sólo había matado a nueve. Volví los ojos al campo para buscar al que faltaba. Entrecerré los ojos para aguzar mi vista pues la noche ya ganaba su sitio. No vi nada. Durante unos momentos más escudriñé el horizonte sin resultados ¿Conté mal desde el principio?

El ardiente dolor llegó del vientre; sentí cómo las capas más superficiales de la piel eran arañadas con dientes y uñas. Cuando al fin me animé a mirar abajo, una pequeña zombie, la que estaba al final de mi lista, sostenía una gelatinosa mezcla de visceras y piel al momento que succionaba un trozo de mi intestino delgado como si fuera spaghetti. El éxtasis animal reflejado en los pequeños ojos rasgados de la muerta viviente y los goterones de sangre coagulada escurriendo por su lacio cabello fueron las últimas cosas que vi antes de desmayarme. 

Tan ocupado estaba mirando a lo lejos que no vi a esta pequeña amenaza invisible...


 
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martes, 9 de octubre de 2012

Vladimir

El instinto le dijo al vampiro que afuera la oscuridad ya reinaba, el sol se retiraba por unas horas. Con su mano huesuda apretó el botón de bordes gastados por el uso que estaba del lado derecho. No fue sino hasta que el pesado batiente de piedra se hubo retirado del todo que Vladimir se sentó en el acojinado interior de su ataúd. Le tomó cinco minutos desperezarse y salir de la caja; primero la pierna derecha y luego la izquierda, un saltito hacia las baldosas del suelo y un último estiramiento antes de ir al refrigerador por el desayuno.

A esa hora de la noche nada de lo que tuviera el diario era noticia, por lo tanto se iba directo a las tiras cómicas. Es difícil hacer reir a un inmortal; generalmente ya leyeron o escucharon todos los chistes —o las miles de formas del mismo chiste— y es difícil sorprenderlos ya. Pero esa noche casi se ahoga mientras sorbía ruidosamente de la bolsa con sangre recién calentada a baño María. Era una broma sobre Hombres-Lobo, televisiones en Alta Definición y un documental sobre la llegada del hombre a la luna.

Ya daban las siete de la noche cuando terminó de desayunar. Su turno empezaba a las ocho pero el transporte público de la ciudad era ineficiente en exceso y debía prever siempre los peores escenarios. Cualquiera diría que llegar a trabajar no debería ser problema para un no-muerto como él, pero la verdad es que con lo contaminados que están los cielos en el valle,volar no es la mejor opción. Lo intentó desde que su existencia no era pública y la nata de gases que cubrían la ciudad le provocó un desmayo a mil metros de altura; cayó como un bólido sobre Xochimilco. Afortunadamente era de noche y la zona de canales es tan grande que nadie lo notó. Desde ese suceso prefirió caminar, aunque la atmósfera a nivel de suelo tampoco era mejor.

Salió de su casa y puso las cuatro llaves. Uno de sus atributos era la celeridad así que el proceso le llevaba apenas un segundo. No podía abusar de él pues le costaba partes de la sangre que apenas había consumido. Al darse vuelta hacia la calle se topó con dos parejas de transeúntes con cámaras en las manos y una mirada mas de curiosidad que de miedo. Uno de los chicos, de complexión grande (sangre colesterosa, pensó Vladimir), se acercó y le preguntó si se tomaría fotos con ellos.

—No sé por qué se esfuerzan —respondió por lo bajo el vampiro con su decrépita voz —, ya saben que no salgo en las fotos.

Aún así esbozó una leve sonrisa y dejó que el joven pasara el brazo izquierdo sobre su hombro. Flash, dar la mano y el tonto ritual de “ver la foto” un total de cuatro veces hasta que las personas estuvieron conformes. En todas las imágenes el único que aparecía era el humano con el brazo levantado en el aire como un imbécil.

Hasta hacía apenas unos años llegar de su casa al trabajo era un suplicio (lo que habría dado por poder morir) pues cada noche su puerta estaba rodeada de turistas, reporteros y vecinos atraidos por la novedad de que tenían a un vampiro verdadero cerca, un auténtico chupasangres. Afortunadamente su fama iba en franca caída libre y podía llevar una no-vida más o menos tranquila. Los humanos se acostumbran fácil a lo grotesco y si en algún momento la idea de compartir la ciudad con un monstruo como él era desagradable, por decir lo menos, ya les iba dando lo mismo.

Todo empezó una noche de cacería cuando pasaba por aquel barrio fino de la ciudad. Su olfato detectó el aroma de la víctima idónea a cientos de metros de distancia y, como un mísil, sin desviarse casi, tomó esa dirección. No la había visto y la adivinaba como una joven y voluptuosa pelirroja ya dormida. Olió el color de sus ojos, verde marihuana; olió el rítmico latido de su corazón; olió su sangre dulce. Llegó al pie de una ventana de guillotina que le costó algo de trabajo abrir; debía de estar asegurada de algún modo inusual. Con la agilidad del inmortal consumado escurrió su cuerpo dentro de la habitación aquietada, abrió totalmente las mandíbulas y dejó que los colmillos huecos alcanzaran su máxima extensión.

Pero no pudo asestar la mordida.

La puerta de la habitación se abrió de forma intempestiva y un nutrido grupo de personas entró señalando a Vladimir, el vampiro, que de tan desconcertado que estaba no pudo escapar y aún con su fuerza antediluviana fue rápidamente reducido por... ¿modelos?

Había irrumpido en la casa del Gran Hermano. Ahora entendía por qué le costó trabajo abrir la ventana: debía tener un cierre magnético o algo parecido.
Lo extraño fue que en la cultura consumista moderna el vampiro ya no causaba miedo (Vladimir no tenía televisión y no acostumbraba tener animadas charlas con sus víctimas) y nadie intentó matarlo con la estaca de madera, el crucifijo y los ajos. Antes al contrario el productor de esa farsa en la que fue a caer le ofreció participar en programas de variedades, de cocina, lucha libre e infomerciales. El sorprendido nosferatu, incapaz de articular palabra se vio firmando contratos y más contratos. Días después le pagaban hasta para fiestas infantiles y telenovelas.

Sobra decir que su consumo de sangre se vió seriamente regulado, pero como tener un vampiro en la nómina de las televisoras redituaba, de alguna oscura manera Vladimir siempre tuvo medio litro de sangre fresca en su refrigerador.

Como sucede con todos los talentos, más tardó en llegar a la cima que pasar al olvido. Y no le importó hasta que ya no pudo recibir su dotación de sangre diaria. Era evidente que tenía que conseguir un trabajo para obtener con qué aceitarle las manos al tipo del banco de sangre. No supo cómo ni por qué, pero consiguió trabajo en el antes inexistente turno de noche en el area de quejas de la tesorería de Coapa. Aunque su currículum estaba lleno de excelentes habilidades como: succionar sangre, volar y fuerza descomunal, fue su capacidad de permanecer despierto toda la noche lo que convenció a sus empleadores. Ahora podían extender las horas de atención las veinticuatro horas del día y estaban pensando en permitirle transformar a unos cuantos trabajadores para poder mantener las oficinas abiertas todo el tiempo y aumentar la eficiencia recaudatoria.

Vladimir, sentado detrás de su escritorio, jugaba Solitario en la computadora, con movimientos lánguidos y pausados de mano y ojo, mientras un quejoso golpeaba frustrado el cristal del mostrador.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Destierro


Los sonidos del mundo exterior, que antes llegaban atenuados por capas de piel, músculo y placenta, ahora inundan mis oídos con rudeza. En mi cálida y líquida casa (de la que me acaban de echar, por cierto), la temperatura era constante y agradable; oscura, no como ahora, cuando tengo que cerrar los párpados fuertemente para que la luz no me lastime ¡Maldita luz!

Ya he dicho que fui desalojado con violencia de mi caldeado hogar, y donde me encuentro ahora las corrientes me hacen tiritar de frío, ¡quiero regresar! ¡Yo no pertenezco aquí! Muevo los brazos inútilmente, mis dedos no logran aferrar nada. Parece que estoy colgado por los pies, una tenaza los envuelve y aprisiona muy juntos ¿Qué sucede? ¡Déjenme ir! De repente, un intenso dolor en mis nalgas me obligó a abrir la boca y aspirar con una bocanada esa cosa molesta que huele tan mal en estos momentos.

Estoy demasiado enojado para ponerme a gritar, abro los ojos y lo primero que veo es la mirada burlona de un gigante. Sólo los ojos de aquel monstruo son apreciables pues la mayor parte de su rostro, si lo tiene, está cubierta por telas de un color desconocido. Sigo observándolo detenidamente, con la mirada entornada, hasta que me doy cuenta de algo: su mano, furtiva, se acerca otra vez a terrible velocidad hacia mis nalguitas... ¡Dolor!

Ahora sí grito con ganas. Todos a mi alrededor parecen muy felices, disfrutando con mi pesar. Para este momento ya he descubierto que un montón de criaturas enormes y ruidosas, misteriosamente parecidas a mí, me rodean. Unos ríen y otros se abrazan como si algo muy divertido pasara. Supongo que no entienden mis reclamos pues, a viva voz, le reclamo a ese líder energúmeno sin rostro:

—¡Vas a ver cuando crezca, infeliz! 


lunes, 23 de julio de 2012

11 millas náuticas hasta la costa Parte IV


Han pasado varios días desde la última comunicación con el mundo exterior. Desde aquél triste mensaje que recibí en un atardecer no volví a saber nada ni de Sonia ni de ningún miembro de mi familia. Si mal no recuerdo fue Iván el último en recibir noticias de su gente. Ese hermano suyo tan listo había logrado hacerse un refugio aceptable en el ruinoso edificio donde se escondió por primera vez, pero la electricidad en toda la ciudad estaba caída y cuando se agotara la batería de su teléfono le sería imposible pasar más noticias. Si encontraba alguna forma de mantener en funcionamiento esa pila seríamos los primeros en enterarnos. Es el día en que no hemos vuelto a saber nada de él. Ya ni quiero hacer cuentas.
En la isla tenemos un sistema de celdas solares que nos alumbra de noche y mantiene vivas las bateriás, el problema es que ante las malas noticias del mundo exterior no hay quién se anime a mantener un radio encendido.
La supervivencia los primeros días fue bastante complicada, y algunos fenómenos naturales recientes nos hicieron pasar momentos muy difíciles. Apenas ayer amainó una de las tormentas más severas que hayan golpeado Isla Isabel en los últimos años. De no haber sido por ese techo más o menos estable no sé qué habría sido de nosotros. Durante al menos tres días el cielo se caía a pedazos, hubo truenos y vientos fuertísimos que derribaron muchos árboles y mataron a decenas o centenas de aves. De no ser por los relojes de cada quién habría sido imposible saber la hora del día pues el cielo estaba tan encapotado que la luz del sol no lograba traspasar hasta nosotros. Vivimos una espantosa noche de setenta y dos horas. Supusimos que un huracán de gran magnitud había pasado cerca de nosotros; que nuestro hogar forzado quedó en el camino de al menos uno de los brazos de la gran tormenta. Nadie había dado la alarma desde tierra firme porque seguramente ya no había nadie allá capaz de hacerlo. Si ese monstruo de viento y agua llegó al continente debió haber causado una destrucción sin precedentes.
Antes y de la tormenta tuvimos serías diferencias internas en cuanto a lo que convendría hacer en nuestro napoleónico encierro, aún ahora discutimos acaloradamente sobre ciertos aspectos. La mayoría de esas dificultades hemos podido resolverlas pacíficamente, por suerte. Teníamos la fortuna de contar con la experiencia práctica de algunos pescadores; nos enseñaron el modo de conseguir alimentos del mar y la preparación de cada cosa. Resultó que el padre de la familia estándar era técnico en electrónica y se encargó de mantener en un estado respetable las radios de onda corta, celulares y otros artefactos que conforme pasa el tiempo se van volviendo más y más obsoletos. Los hippie fresas alternativos no eran muy útiles en cuestiones técnicas, pero sabían mantener a los niños entretenidos y hasta les armaron una pequeña escuela. No he presenciado sus clases pero hace poco los vi preparando un pequeño terreno para cultivo. La importación de semillas a la isla con finalidad de cultivarlas estaba prohibida por su estatus especial de reserva; dadas las circunstancias no nos pareció que alguien fuera a castigarnos por intentar salvar nuestras vidas. Las simientes de la escasa variedad de frutas y verduras con la que contamos salieron, es evidente, de la comida fresca que sobrevivió a los días de normalidad y a los otros.
La tarea de mi grupo de amigos, biólogos todos, se ha enfocado más en preparar a nuestra pequeña comunidad para vivir mucho tiempo en este lugar. Hallar el modo de procurarnos recursos para años venideros. Muchas de las cosas que planeamos van a transformar y perjudicar esta área protegida, pero tenemos prioridades. Lo primero que hicimos fue construir con alambres desechados de motores inservibles una alambrada para un criadero de iguanas. Aún no sé si dará resultados; sí sé que ya tenemos una buena cantidad de reptiles, hembras y machos, encerrados. Esperamos empiecen a reproducirse dentro de poco. Podríamos dejar que las cosas sucedieran de manera natural, la gran desventaja de ese plan es que a veces lo natural lleva demasiado tiempo.
El refrigerador consume demasiada energía así que hemos decidido dejar de usarlo. Los alimentos deben ser conservados con la sal que extraigamos del mar, para lo que improvisamos una desalinizadora en una de las ruinosas estructuras aledañas a nuestro campamento. Todos los días acarreamos agua desde la playa hasta allá para que el sol la evapore. Generalmente al final del día ya tenemos algo de sal para usar. No conocemos métodos tradicionales para refinarla así que la consumimos como sale.
El agua dulce es un gran problema; en esta isla solo hay una fuente natural de la que podamos extraerla y no queremos agotarla, así que actividades suntuarias como los baños con agua potable están estrictamente prohibidos. La higiene personal por poco efectiva que pueda ser debe realizarse en el mar. La gran tormenta de hace unos días, aunque causó muchos estragos, también dejó importantes cantidades de agua que debemos proteger a toda costa de la rápida evaporación. Mucha quedó atrapada en aljibes impermeabilizados así que basta con tenerlos siempre bien tapados para conservar el contenido limpio y fresco. Otra parte la almacenamos en garrafones de plástico y vidrio guardados en una bodega bajo llave. Las lluvias aquí no son abundantes; siendo sinceros, estoy convencido de que antes de la próxima lluvia tendremos de nuevo problemas con el agua.
Por alguna gracia desconocida muchos de nuestros proyectos sobrevivieron a la tormenta y no hubo que empezar de cero otra vez. Sí efectuamos reparaciones en la cerca de las iguanas pero afortunadamente ninguna había escapado.
El cerro del faro se convirtió en nuestro puesto de observación. Habíamos asumido lo vano de los esfuerzos en la vigilancia pero los momentos de soledad en la guardia nos servían para desahogar las presiones a las que nos veíamos sometidos: la convivencia obligada con las mismas personas todo el día todos los días era el más importante de todos. No saben lo difícil que se vuelve sacar temas de conversación nuevos en un grupo reducido habiendo vivido todos las mismas aventuras. He empezado a inventarme sucesos y estoy seguro de que los demás han hecho lo propio.
Hace tres días dejó de llover y apenas hoy el cielo se ha despejado. El tiempo cambia asombrosamente rápido y aun cuando ayer una gruesa capa de nubes nos aislaba totalmente de los benéficos y ansiados rayos del sol, hoy tenemos un cielo azul esplendoroso. Si algo nos quitó la tormenta fue la ventajosa altura de esa endeble estructura de metal que de manera pretenciosa hacíamos pasar por un faro. Menos mal que tuvimos la gran idea de remover el sistema fotovoltaico que suministraba energía al enorme foco para otros usos más importantes. Ya no esperábamos buques de rescate buscándonos. Voy a mi roca favorita, que da hacia el este, a tierra y me siento. Antes tuve que quitar con un amable empujón de bota a cierto bobo café que competía conmigo por la posesión de esa piedra.
Como en cualquier otro día claro, las montañas de Nayarit son perfectamente visibles desde la isla, a once millas náuticas de distancia. Ni siquiera en los buenos tiempos la acción humana sobre la tierra era visible desde aquí; solo de noche las luces de las ciudades y puertos se reflejaban en las nubes y denotaban su presencia. Ahora las estrellas dominaban el firmamento nocturno apreciable, tal y como había sido durante millones de años. Cuando me detenía a apreciar este paisaje no podía evitar pensar que era el último hombre sobre la tierra. En estos momentos puede que no sea el último, pero me acerco bastante.
Algo que flota en el agua al noreste de mi posición, a la izquierda, llama mí atención. Parece una multitud de objetos flotantes que lograron mantenerse ocultos de mi vista por la distancia, el reflejo del sol en las olas y por el simple hecho de no haber estado mirando en esa dirección. Pienso que han de ser escombros traidos desde la costa por las corrientes. Debo dar aviso a los otros sobrevivientes pues es probable que entre toda esa basura traida por las corrientes haya algo que nos sirva: necesitamos cocos para tener una fuente renovable de protector solar, vaya que la necesitamos. Me dispongo a dar de gritos (en esta silenciosa isla puede escucharse una voz fuerte a varios cientos de metros de distancia) cuando me doy cuenta de lo que realmente conforma esa masa de desperdicios… ¡son Locos! ¡Muertos vivientes! Infectados que de algún modo misterioso cayeron al océano; arrastrados por el oleaje de la tormenta en el continente, o arrancados de la cubierta de algún infortunado barco en medio del infierno marino. ¡Han venido a dar a este paraíso gracias a las negras artes de la Fortuna!. Veo formas tambaleantes que han llegado a la costa. Veo seres terribles que andan sin rumbo en nuestro bosque, se tropiezan, caen y se levantan… ¡¡Oh, Dios mío!! ¡¡LOS VEO!!

domingo, 15 de julio de 2012

11 millas náuticas hasta la costa Parte III


No logré que Sonia, me respondiera el teléfono; ni mensajes ni llamadas. Durante unos minutos escuché, o intenté escuchar, las apagadas conversaciones que mis amigos tenían con sus conocidos. Los murmullos se perdían entre el escándalo de la colonia de aves, el lejano tronar del oleaje y la sangre fluyendo por mis orejas al ritmo de la creciente preocupación.

Cuando los otros tres volvieron de sus respectivos aparatos tenían una cara de desconcierto similar a la mía. No hacía falta preguntar por qué, pero alguien lo hizo.

—¿Les llegaron las nuevas? —preguntó Iván.
—No todas. —respondí mientras embolsaba mi teléfono. — Mensajeaba con Sonia y solo alcanzó a decirme que pasaban cosas muy raras allá.
—Eso parece. —intervino Ramiro —Tengo un amigo trabajando en los Servicios Médicos de la Universidad y según él tuvieron un día de locos.
—¿Te contó algo? —me interesé.
—Sí, aunque creo que se guardó los peores detalles. Me cuenta que temprano en la mañana de hoy les llegó de emergencia un fulano que traía la mano amputada. Parecía loco, atacó a todos los que se le acercaron; mordió y arañó a unos cuantos y ahora atienden varios casos de infección severa.
—¿Infección? — cuestionó Billy.
—Sí, al parecer el sujeto llevaba un par de días atrapado en una coladera cerca de una facultad. Se imaginarán la cantidad de bichos que ese infeliz traía cargando. ¿A tí te contaron algo, Billy?
—No, nada. Al menos no mi familia. No he podido contactar a ninguno de ellos. —la preocupación en esa frase era más que evidente.
—Estoy seguro de que están bien. Siempre han sido gente muy precavida. Eso nos dices todo el tiempo. No tardarán en ponerse en contacto.
—Sí. Están bien —Billy no sonaba muy convencido de sus propias palabras. —Pero otros amigos sí que me han contado cosas. El caos se desató en la ciudad a una velocidad increible. Veintitantos millones de personas amontonadas sólo necesitan un buen pretexto para volverse locas.
—De por si que nuestro pequeño terruño nunca ha sido bandera del orden —dijo Ramiro, completando —, pero esto rebasa cualquier pronóstico: barrios enteros están en llamas; las policías de toda clase no se dan abasto, claro, nunca se lo van a dar si la mitad del cuerpo está ocupado en saquear a diestra y siniestra. Algunos bieintencionados están instalando irrisorios puntos de contención sanitaria ¿Qué pasa, Iván?

El aludido se tomó su tiempo antes de intervenir. Golpeaba suavemente su celular contra el labio inferior. 

—A ustedes no les dijeron mucho por lo que veo. Mi hermano no se tomó tantas molestias en guardar algún secreto. —dijo sin mirarnos. — La cosa va más allá de lo raro, mucho más allá. El caso que mencionaste, el de la Universidad, parece haber sido el primero que salió a la luz, nada más. —Al final dirigió su vista a todos y a ninguno en particular. —Él trabaja en un servicio de entrega de despensas de supermercado a domicilio y se conoce muy bien las calles del Distrito Federal. Me ha dado pelos y señales de los efectos de esa extraña enfermedad que mata en cuestión de horas y te trae de regreso convertido en un salvaje come-hombres; esas son las palabras que usó. Obviamente, nadie parece saber dónde o cómo se originó lo que sea que esté acabando con las personas, pero como el primer caso se reportó en la Universidad ya hay unos idiotas proponiendo que todo esto se trata de un complot tramado por científicos en busca de poder sobre las conciencias de todos. Irónico, pues los reanimados estos parecen carecer de conciencia.

“Mi carnal hizo algunos recorridos en su moto antes de que las calles se volvieran intransitables y vio escenas terribles: hombres comiendo hombres, padres de familia con sus hijos en brazos huyendo de hordas de infectados; algunos otros, como buenos mexicanos que eran aprovecharon el desconcierto general para saquear hasta vaciar cualquier comercio o casa en su camino. Lo último que alcanzó a decirme es que había logrado refugiarse en un edificio inacabado en la colonia Roma. No sabe nada de nuestros padres y demás familia.” 

—¿Y qué están haciendo las autoridades? —pregunté aún cuando adivinaba la mitad de la respuesta.
—Puras idioteces —. Ramiro tomó una piedra del suelo y la arrojó tan lejos y con tanta furia que no alcancé a ver si siquiera cayó en la costa bajo nuestros pies; yo diría que no, que llegó hasta el océano. —Cerraron la Universidad, como si la enfermedad se hubiera generado ahí. La ciudad ya estaba sitiada desde dentro. Dudo que cerrando los accesos logren más, digo, no creo que esos Locos, tomen solo avenidas principales. —Ramiro rió, pero su gesto carecía por completo de diversión.
—Ya veo por qué Sonia no me quiere de regreso. —comenté, incapaz de decir algo más inteligente.
—No solo estamos lejos del hogar ahora —reflexionaba Iván. —, estamos lejos de un hogar que a lo mejor ya ni existe a nuestro regreso.
Una quinta voz intervino a mis espaldas. Una voz cascada por el sol, la sal y el alcohol de pésima categoría.
—No regresarán. —dijo eso, nada más.

Me di la vuelta y frente a mí estaba Poli, uno de los pescadores de la isla. Baja estatura, con la constitución que ororgaba su oficio: delgado, fibroso; piel recia como la corteza de un árbol. No era un hombre viejo, aunque lo parecía, solo estaba acabadísimo por la dura vida que llevaba. Las arrugas que poblaban su rostro eran tan profundas que la luz mortecina de la tarde no llegaba al fondo. Cuando hablaba, esas simas solo se hacían más notorias. Tenía la nariz quebrada y un tanto desviada a la derecha. Nunca me dijo cómo se ganó aquella herida; puedo especular: una pelea de bar, un accidente en el mar, o una simple caída. La parquedad de sus palabras no me sorprendió ni me pareció sospechosa. Poli nunca fue hombre de muchas palabras. Cuando no quería responder algo se limitaba a soltar una risita nasal que podía significar cualquier cosa. En esta ocasión ni eso dejó escuchar.

Dejé las adivinanzas y le pregunté.

—¿Cómo está eso de que no vamos a regresar?
—Acabamos de hablar con capitanía de puerto, parece que hay mucho disturbio allá de donde vienen ustedes. Están usando todo lo que tienen: Marina, Ejército y Policía. Según entendí no tienen tiempo ni interés en rescatar turistas en una isla. Además, dicen, parece ser el lugar más seguro en el que pueden estar.
—Pero si la Marina no nos trajo, fueron los de la cooperativa turística. —recordó Billy. —Ellos pueden llevarnos de regreso.
—Para empezar no creo que quieran, y aunque quisieran, en San Blas nadie los dejará desembarcar. Si la mitad de las cosas que he visto en la tele son ciertas de verdad creo que es mejor quedarnos aquí.
—¿Y qué han estado pasando en la tele, Poli? —pregunté.

El viejo pescador unicamente emitió su risa nasal, ahora carente de la habitual picardía. Esa clase de gestos se estaban volviendo la moda isleña.

viernes, 13 de julio de 2012

11 millas náuticas hasta la costa Parte II


Cuando bajé del techo una intensa actividad reinaba sobre el liso adoquín de la construcción. Tenía tanta prisa por enviar mensajes a mi novia y familia que no reparé en que había una pequeña multitud de vacacionistas; los que llegaron conmigo estaban armando las tiendas de campaña de las más variadas formas y usando muchas técnicas (ninguna eficiente). Los que ya estaban instalados ayudaban o se limitaban a contemplar a los recién llegados. De un rincón salían los espléndidos sonidos propios de una cocina en operaciones: aceite hirviendo, cuchillos picando y acaloradas voces pidiendo este u otro ingrediente. Sortee obstáculos hasta que llegué junto a mis compañeros, que armaban dos tiendas más o menos iguales casi en el centro del área.

—Amigos, deberíamos mover las tiendas más hacia la orilla. Si se fijan, por ese tragaluz nos va a caer toda el agua del mundo si llueve.
Mis tres amigos voltearon con gesto incrédulo hacia arriba y casi al unísono emitieron un desilusionado ¡Ah!

Afortunadamente encontramos suficiente espacio para colocar las casas juntas en una esquina del gran cuadro. Cuando terminamos de instalarnos anduvimos cada quién por su lado ayudando a los demás a terminar de poner sus tiendas. La más grande de todas las que llegué a ver pertenecía, por supuesto, a la familia estándar. Tenía dos habitaciones separadas por un espacio que les iba a funcionar como sala. Se veía muy nueva, como si la hubieran comprado especialmente para esta ocasión, lo que era bastante probable. Nunca había armado una tienda de esas características pero creo que todas siguen más o menos el mismo método: inserte aquí, pase por allá, amarre acá. La casa era tan grande que debimos acomodarla ofreciendo uno de los costados al centro de la sala, como el radio de una gran llanta. Cuando terminamos alguien soltó por ahí el llamado de la selva:

—¡¡¡A cenar!!!

A la mesa nos sentamos unas veinte personas. Había muchos niños ya, que desobedeciendo los recelos de sus padres se habían sentado todos juntos y hacían un escándalo como solo puede hacer uno a esa edad sin sentirse culpable. Nos sirvieron quesadillas de camarón, pollo y pescado; ostras asadas, deliciosas; agua de distintos sabores y galletas como postre. Como suele suceder en esta clase de situaciones el grupo todavía no estaba muy integrado y había manchones de charla; no así con los niños, quedaba claro. Mis amigos y yo comimos razonablemente rápido y con gestos educados nos retiramos de la mesa para salir a caminar. Los guié más hacia el norte rumbo a una loma alta en cuya cima había un faro. Si la idea era buscar señal de celular ese sería el lugar indicado, si no, la vista de todos modos valía la pena. Emprendimos la marcha manteniendo el océano a nuestra izquierda. No tardamos en dar con una pequeña playa en la que nos recomendaron no entrar descalzos, por los erizos. No íbamos preparados para nadar, así que seguimos de largo.

La colina del faro además de alta era bastante empinada y nos resbalamos en varias ocasiones sin mayores consecuencias, pero al final llegamos. La parte más alta de ese promontorio está llena a rebozar de bobo café, que es una especie de pájaro relacionado con los pelícanos aunque mucho más pequeño. Tiene las patas de un desvahido color amarillo y palmeadas, así que se mueven mejor en el agua que en la tierra. Por eso los llamaron pájaros bobos. El plumaje de su cuerpo es, como el nombre lo indica, de color café; su cobertura es compacta e impermeable, como si estuvieran enfundados en un traje de buceo, actividad para la cual los de su especie están maravillosamente adaptados.

La gran mayoría de las aves que veíamos en ese momento ya tenían polluelos, eso hacía la marcha hacia el faro algo penosa, nos recibían cerca de sus nidos con picotazos en los pies, graznidos de amenaza y corretizas. El faro en sí no era la gran cosa, se componía de una en apariencia frágil estructura de metal dispuesta en forma de barras cruzadas. El color que tendría era imposible de discernir por las capas y capas de guano que se había acumulado con el paso de los años. Se podía decir que su color actual era blanco cagado, descripción del todo certera. En lo alto de la torre la enorme lámpara que salvaba barcos del encallamiento entraría dentro de poco en funciones. 

—¿Podremos subir? —preguntó Ramiro ya subiendo el pie en el primer peldaño de la gástricamente nívea escalera.
—Sí, pero de uno en uno. —respondí.

Yo ya había mandado los mensajes que hacían falta así que, mientras mis amigos se turnaban para explorar el espacio al alcance de su brazo levantado, me senté en una piedra que daba hacia la cara de la colina opuesta a la que usada en el ascenso. El sol se ponía en el horizonte resaltando el ominoso contorno de las Islas Marías, a setenta kilómetros de aquí. Las nubes altas y distribuidas de manera magicamente regular mostraban su vientre de encendido color rojo; anaranjado en las partes más brillantes. El reflejo del sol en el mar era recto; las olas apenas lo distorsionaban. Una lancha, con su tripulación agotada que regresaba a puerto después de horas pescando, fue lo único que perturbó aquella pacífica imagen sin quitarle su belleza. Más lejos, por donde debería hallarse lo que en ese momento era el borde de mi mundo, se alzó el lomo el lomo negro de una ballena, expulsó un chorro de aire y agua bellísimo pero inaudible a esta distancia y volvió a sumergirse en las profundidades. 

—Al fin. ¡Por allí resopla! —dije, con una gran sonrisa, sin que me importaran las extrañadas miradas de mis amigos. Allá ellos si no entendían mis nostalgias melvillescas.

El tono de mensajes de mi celular me agarró por sorpresa. Apreté el botón de Leer.Lo escrito me llenó de una pesada incertidumbre. Algo doloroso después de haber contemplado la indómita belleza que me envolvía.

“Mi cielo. Están pasando cosas muy extrañas acá. No pensé que llegaría a decirte esto pero me alegro de que estés lejos. No vuelvas.”

jueves, 12 de julio de 2012

11 millas náuticas hasta la costa



La velocidad no era una de las virtudes de esa lancha. No me era posible decir a cuantos kilómetros por hora nos movíamos sobre el agua. -en el agua la velocidad se mide en nudos y tampoco sabía a cuantos de estos por hora nos desplazábamos- No parecían ser muchos. Por otro lado, uno de los objetivos que habíamos venido a buscar no se estaba cumpliendo: la observación de ballenas. Podría jurar que hacía media hora vi una aleta alzarse en el aire, pero podía ser cualquier otra cosa. Menos mal que el clima estaba espléndido. El guía y conductor de la lancha nos aseguró que en menos de una hora veríamos la isla que hospedaría a mi grupo por tres días.
El único responsable de este inusual viaje de vacaciones era yo. Conocí Isla Isabel en condiciones totalmente ajenas a una simple temporada de ocio: hacía un par de años desembarqué en ese minúsculo pedazo de tierra enclavado en el océano pacífico con el objetivo de colaborar con un proyecto biológico que tenía que ver con las extrañas conductas sexuales de las aves locales. No sé que tan bien hice mi trabajo pero por lo que a mí refirió, el viaje fue todo un éxito: tomé el sol, trabajé, pesqué y escribí mucho en mi libreta de campo (casi nunca nada relacionado con el trabajo que realizaba). Conocí algunas chicas guapas y seguí siendo un neófito en la cocina. Me prometí que a toda costa volvería a ese lugar, aunque ya no de trabajador, sino solo de turista.
Cinco años después eso mismo era lo que hacía, acompañado de tres amigos de toda la vida, a los que había encandilado con las sabidas bellezas científicas y humanas que encontrarían ahí. Para que el viaje le costeara a la empresa viajera nos fusionaron con otros fugitivos de la civilización. En total sumábamos unas diez personas que viajábamos comodamente en ese bote pintado de blanco. Había una familia estándar: papá, mamá, hijo e hija; una pareja hippie fresa alternativa y el guía. Me habría gustado traer a mi novia al paseo pero su familia no la dejó, y eso que ya casi vivimos juntos.
Como acto reflejo saqué mi teléfono celular de la bolsa de plástico especial donde lo llevaba para buscar recepción y mandarle un mensaje a Sonia, que así se llama la susodicha. Obviamente, a veinte kilómetros de cualquier parte, rodeado de agua, no iba a tener señal. Tendría que esperar a llegar a la isla, donde sí encontraría forma de ponerme en contacto. Miré hacia mis compañeros de viaje y noté que todos habían tenido la misma idea, no escribirle un mensaje a Sonia, sino buscar la señal del huidizo satélite para pedir a gente en el mundo civilizado que les resuelvan algo de vital importancia: que alimenten a los peces, por ejemplo. Qué se yo.
Las altas orillas del cráter que horada el centro de Isla Isabel al fin se hicieron visibles en el horizonte, al principio como dos montañas algo estrechas de color gris tenue que contrastaron bastante con el azul límpido del cielo. A partir de ese momento la isla afloró rapidamente sobre la línea del horizonte y empezó a adquirir nuevos detalles de color: los peñascos rojizos, el verde de los árboles achaparrados; el blanco, heredado de miles de años de necesidades fisiológicas de las aves y el negro de las ocasionales rocas volcánicas que alcanzan a sobresalir por algún lado. Los elementos artificiales fueron apareciendo al ir acercándonos. Una línea de casas de lámina se extendía a todo lo largo de la bahía, que debía tener unos trescientos metros de largo. Se veía movimiento de personas y mucho equipo de naturaleza indeterminada desperdigado frente a las habitaciones. La voz del guía se alzó sobre el repiqueteante sonido del motor fuera de borda.
—¿Ven esas casuchas en la Bahía Tiburoneros? Es la aldea de pescadores con registro que puede acampar aquí durante algunas temporadas al año. Recibe ese nombre porque en el pasado el pescador venía aquí por los tiburones. Cuando se los acabaron empezaron a aprovechar otros tipos de peces. Con ellos podremos comprar algo de pescado pues, imaginen, nada más fresco que recién salido del agua. En esa playa gravosa desembarcaremos. Les suplico que mientras estemos en la maniobra nadie se mueva de su lugar.
Todavía pasaron otros veinte minutos antes de que la panza de fibra de vidrio de la lancha raspara contra tierra. Fui el primero en bajar. Me moría de ganas de saludar a un pescador amigo mío, pero me limité a ayudar a encallar bien la embarcación para que los otros pudieran bajar sin mojarse los zapatos innecesariamente. También se trataba de poder bajar con seguridad el equipaje delicado o que no podía mojarse con agua salada, como la comida.
Desembarazar la nave de cosas y gente nos llevó poco tiempo, ahora había habá que trasladarlo desde la bahía al sitio de acampada (que era una construcción inconclusa y solo se componía de piso firme, pilares y techo) se tienen que recorrer unos doscientos serpenteantes metros, entre la alharaca de las aves y el sol oceánico. Aunque es un tramo corto, bien cargado puede resultar agotador. Menos mal que los artefactos de cocina más pesados, como la estufa y el refrigerador (porque hay refrigerador), ya están en la isla. Cuando yo vine aquí a trabajar, todo eso, como era material inventariado de la universidad, tenía que viajar y ser desembalado año con año desde Nayarit. Dí gracias por tener que cargar solo con mi maleta de campamento y algunos enseres de cocina.
La confiada hija de aquel matrimonio salido de un comercial de cereal para el desayuno me alcanzó en aquella ruina donde dormiríamos. Era la muda pretensión de construir un complejo de investigación que terminaría siendo abandonado por los altos costos de traer materiales de construcción y gente. Claro está que ya terminado y operativo seguiría costanto una millonada y el proyecto fue abandonado, quedando el medio edificio como albergue para turistas. Aun así, de este lado de la isla están en la gloria; al norte, donde se estacionan los biólogos todos los años, la acampada es más realista. La pequeña, que nada más cargaba un peluche que representaba un incierto animal me dijo:
—No vomité.
—Me alegro. —Respondí con sinceridad.
—Mi hermano se mareó. Les dije a mis papás que no lo trajeran, pero no quisieron dejarlo.
—No me explico por qué —Alcé una ceja, jugando a darle la razón a la niña, quién me sonrió cómplice y regresó corriendo junto a sus padres. Venían subiendo la pendiente con lentitud y mucho sufrimiento. Ambos ya iban presentando un visible sobrepeso. Quién les manda.
Cuando la niña se hubo alejado suficiente, Billy se me acercó y dijo con tono burlón:
—El Alejandro tiene su pegue. Lástima que le lleva como trescientos años de ventaja.
—No hay pedo, el Ministerio Público más cercano está en el continente —le secundó Ramiro.
—La Sonia debe estar sintiendo una perturbación en la Fuerza —terció Iván, haciendo un ademán Jedi con la mano derecha.
No tenía sentido discutir con ellos, no serviría en mi defensa. Les arrojé mis cosas amistosamente y busqué un sitio alto para captar señal de teléfono. El edificio aquél tenía partes derruidas por las que podría subir al techo. Este tenía una cómoda inclinación que permitía subir hasta la parte central, donde había un tragaluz sin cristal bajo el cual seguramente caía tanta agua como si no estuviera uno bajo techo. Apretó un botón cualquiera para iluminar la pantalla de su teléfono. Había señal y empezó a escribir.
“Llegue a la isla mi vida el clima esta increible y no vimos ninguna ballena ¿como estas?”
La respuesta no tardó mucho en llegar. Al parecer ese día los dioses de la señal repetidora estaban contentos.
“Hola, cielo. Me alegro de que ya estés allá. Me habría gustado ir contigo. Acá todo es aburrición. ¿Regresas en una semana? Te recibiré bonito.”
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